Realidad aumentada sobre el lienzo

Uno de los lienzos que conforman Making-of, el dedicado a una de las películas más prodigiosas de nuestro cine, El viaje a ninguna parte, parece resumir por sí solo el múltiple juego  de  espejos  que  propone  Terán  en  esta  serie  que  rinde  tributo  a  la  iconografía cinematográfica.  Un  juego  de  espejos  enfrentados  que  se  suma  al  ya  construido  por Fernando Fernán-Gómez en el momento en el que ideara el texto original: pese a haber alcanzado la categoría de clásico en su encarnación en la pantalla, el relato conoció también otras en formato de novela o serial radiofónico, y aún otra ajena más que, como cerrando el círculo de la vocación principal de su autor, le permitiría llegar también a los escenarios teatrales.

La obra de Terán se inserta en ese universo multiforme añadiendo a su vez una nueva capa a este mecanismo de reflejos y apariencias. Y lo hace sin contradecir los planteamientos de sus antecedentes, pues si en todos ellos el mismo narrador ponía en entredicho la veracidad del recuento autobiográfico de Carlos Galván / José Sacristán, el pintor produce con su trabajo el mismo efecto de distanciamiento narrativo al plasmar con los pinceles una de las imágenes más reconocibles de la película. Es la misma que sirvió de motivo visual al cartel de la cinta y que se ha reproducido con tanta frecuencia como para terminar convirtiéndose en icono y sinécdoque del propio cine español: aquella en la que la troupede cómicos de la legua avanza por un camino polvoriento de la vieja Castilla hacia un destino incierto y un futuro abocado a ese desesperanzador “ninguna parte” del título.

O eso es al menos lo que el espectador menos avisado puede pensar a primer golpe de vista. Pero una mirada más detallada desvelará el elemento insólito que Terán introduce en el lienzo: a la izquierda, frente a los comediantes, y reproducido con la misma voluntad hiperrealista que el resto del conjunto, un cineasta registra la escena a través del objetivo de una cámara. La presencia humana inesperada y el tomavistas, que en su día permitió crear ese artificio en movimiento que es el cine, desequilibran la placidez del reencuentro con una imagen tan reconocible.

¿Se trata del operador? ¿Del propio Fernán-Gómez, que se desdobla en la escena al estar también presente como actor de la compañía itinerante? ¿Por qué Terán planta la cámara precisamente en ese lugar, una ubicación que la propia composición espacial de la escena desmiente, creando un doble punto de vista que no se materializa ante el espectador pero que el autor deja a su intuición? ¿Desmiente esta ruptura de la lógica espacial el realismo con el que el artista plasma el conjunto? Preguntas que el espectador puede formularse no ya ante este lienzo sino ante todos los que constituyen Making-of, y preguntas abiertas que no siempre encuentran una respuesta obvia; acaso esta se encuentre en la posibilidad de que el observador reconstruya un mundo que entra en disonancia con ese otro abocado únicamente a la percepción de una realidad aparente. Y así, del mismo modo que la creación  de  Fernán-Gómez  desplegaba  un  juego  de  espejos  formales  a  través  de  sus múltiples encarnaciones, del mismo modo que Carlos Galván intentaba desentrañar qué recuerdos eran ciertos y cuáles no en una vida de fracasos que no estaba en condiciones de asumir, Terán nos invita a sumergirnos en un auténtico festín de eso que los franceses han llamado mise en abyme, “puesta en abismo”.

En 1916 el realizador italiano Giulio Antamoro realizó una película que narraba la vida de Jesucristo a través de sucesivos tableaux vivants mediante los que recreaba estáticamente diversos episodios bíblicos: si la Anunciación tomaba como modelo una reproducción de Fra Angelico, la Última Cena hacía lo propio con la obra de Leonardo da Vinci; si la Crucifixión respetaba la composición creada por Mantegna, la Piedad no podía ser otra que la  de  Miguel  Ángel.  Por  mucho  que  hoy  haya  quedado  olvidada,  la  intelectualidad contemporánea quedó tan impresionada por esta reformulación mimética de un arte mayor —consideración que el cine distaba de tener por entonces— como para que Christus fuera valorada como uno de los puntos más elevados del arte cinematográfico. Y es que cuando la imagen en movimiento daba sus primeros pasos encontró en la pintura uno de sus principales puntos de apoyo en el camino hacia su estilización formal. En los años veinte, Fritz Lang se inspiró en Böcklin y Klinger para crear el universo visual de Los nibelungos, Sergei M. Eisenstein volvió la vista hacia el arte primitivo azteca para componer ¡Que viva México!, Jean Renoir realizó una ordenada amalgama entre naturalismo e impresionismo donde lo mismo estaban presenten Manet que Monet, Degas que su propio padre, para moldear los elementos figurativos de su adaptación de Nana. La pintura se había convertido en una referencia tan omnipresente que en muchas ocasiones ocultaría la propia realidad: las escenografías y los vestuarios de los primeros kolossal del viejo cine mudo nunca se construyeron  con  la  mirada  puesta  en  la  estatuaria  grecolatina,  sino  en  el  énfasis melodramático con el que los pintores neoclásicos y prerrafaelitas habían reinventado el pasado; Abel Gance no volvió la vista hacia fuentes históricas para realizar su titánico Napoleón, sino a las recreaciones pictóricas de Ingres y de David que cuelgan en el Louvre; el cine histórico de Cifesa en la posguerra española nunca buscó una reedición realista de las grandes gestas que sirvieron a la construcción del edificio nacional católico, sino que prefirió tomar como referencia a los pintores historicistas del siglo XIX.

Un siglo más tarde, la obra de Terán es muestra manifiesta de que el cine puede jactarse de haber vencido esta batalla al conseguir dar un giro copernicano a este proceso de ósmosis: el círculo comenzó a cerrarse cuando aquel arte al que tantos habían negado su condición de  tal  terminó  sirviendo  de  inspiración  para  la  misma  pintura  que  en  sus  primeros momentos tanto lo había reafirmado, aportándole entidad y autonomía e incluso facilitando el nacimiento de sus primeras obras maestras. Difícil encontrar un punto de imbricación mayor en esta trayectoria de ida y vuelta que la que ofrece Making-of.

Un cámara armado con una steadycam, una grúa, un foco y una cinta policial desbaratan la ilusión de la soledad de Eduardo Noriega en la Gran Vía durante el rodaje de Abre los ojos. Una  secuencia  que  asumimos  en  su  momento  como  una  imagen  de  ciencia-ficción, inconscientes como éramos de que un cuarto de siglo más tarde la veríamos no con nuestros propios ojos, recluidos al confinamiento en nuestras casas, sino a través de otra pantalla, la de la televisión, alejada de cualquier linde de lo fantástico. La desazón no está producida únicamente por la resonancia de unos hechos lacerantemente actuales, sino porque, al tiempo que la acción se fragmenta nuevamente entre una realidad icónica y otra pictórica, nos encontramos ante una imposibilidad ontológica: Terán incluye en la escena la cartelera del cine Capitol, donde acertamos a ver que se está proyectando una película que, como en nuevo giro paradójico de ese tiempo suspendido, aún no se ha terminado de rodar. Kong, el gorila gigante que simboliza el amor imposible entre la bella y la bestia, escala el último tramo del Empire State Building intentando escapar en vano de la furia de los mismos hombres que lo han condenado a la cautividad. En la escena reproducida por Terán el animal se mueve ante un forillo de la ciudad de Nueva York, en tanto que dos aviones de juguete ejecutan sus piruetas aéreas colgados de unos cables. Audrey Hepburn, gafas de sol, collar de perlas, perfecto peinado y desayuno en mano, llega como cada mañana en un taxi a la Quinta Avenida para contemplar embelesada el escaparate de la joyería Tiffany, pero el contraplano pictórico que ofrece Making-ofnos desvela la sorpresa de que, tras el cristal, una cámara también la contempla embelesada a ella. Anita Ekberg, desbordante de ganas de vivir su libertad, escapa de su pareja y de la prensa. Marcello Mastroianni, consumido por el deseo, la persigue por las calles silenciosas de una Roma nocturna. Ambos se bañan en la Fontana di Trevi. La de La dolce vita es una de las imágenes más legendarias del cine italiano, pero en la representación pictórica de Terán también nos aguarda la sorpresa: Federico Fellini, en pie junto a su silla de director, contempla la escena en tanto que el título de la película queda inscrito en el mismo monumento. Marilyn Monroe, huyendo del asfixiante verano neoyorquino, se sitúa sobre una rejilla del metro de la ciudad esperando que la estela dejada por el tren le alivie el calor. Pocas imágenes más icónicas ha dado la historia del cine: la paradoja, sin embargo, es que Terán la hace salir de una sala de cine donde se proyecta La mujer y el monstruo. El legendario primer plano del androide encarnado por Brigitte Helm ante la ciudad a medio camino entre el futurismo y el artdécode Metrópolisse amplía como abriendo el foco de la cámara para mostrar un nuevo encuentro con lo inesperado: tras ella, los maquetistas dan los últimos retoques a uno de los escenarios más reconocibles de la historia del celuloide. La conurbación distópica ideada por Lang, Nueva York, Madrid, Roma… Experto paisajista urbano, Terán ha retratado en otras ocasiones una multitud de ciudades, que convierte en esta ocasión en escenarios cinematográficos  o  —en  un  nuevo  juego  de  espejos—  transforma  en  construcciones ficticias unos tinglados que en la pantalla parecen poblaciones. El  astronauta  que  avanza  por  el  túnel  del  Discovery  1  en  esa  summa de  fantaciencia psicodélica que es 2001, Una odisea del espacio intuye al fondo una cámara que lo enfoca en su intento de recuperar el control de la nave, sin saber que está en realidad avanzando hacia un nuevo estrato en la evolución humana. Un siglo antes, los inventores de la ciencia-ficción cinematográfica, el francés Georges Méliès y el turolense Segundo de Chomón, ya viajaban a la Luna y a Júpiter: Terán nos propone que la vastedad del universo no es más que un sencillo telón con estrellas pintadas y que los cohetes con forma de proyectiles viajan por él sostenidos por varillas. La realidad se entremezcla con su recreación, lo que creemos palpable  con  la  trampa  y  el  cartón,  la  observación  de  lo  cotidiano  con  la  mitología cinematográfica, el registro real con lo fantástico. Nada es lo que parece, o precisamente es mucho más de lo que parece, porque estos elementos terminan conformando el andamiaje de una nueva realidad, la de la creación pictórica, que extiende sus tentáculos más allá del alcance del mundo objetivo y se ramifica hacia un terreno que desborda lo que nuestra mirada alcanza a percibir. Las pistas que podrían llevarnos hasta el origen de lo que actualmente denominamos making of presentan un rastro difuso. Al igual que en esta dinámica que nos propone el artista, no siempre han tenido una forma codificada como la que hoy en día domina el imaginario colectivo, esa que los presupone breves productos audiovisuales que permiten colarse entre bastidores para poner en contexto la película a la que invariablemente acompañan. La fórmula no se generalizó hasta la década de los noventa, cuando el auge del consumo de cine en formato doméstico hizo obligada su inclusión como complemento documental de la edición de cualquier filme. Pero mucho antes de eso, el making of tenía una forma mutante, libérrima, que permitía a los directores más visionarios, al igual que hace Terán en sus lienzos, enriquecer la forma final de sus trabajos para abrir su campo visual. Lo haría Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses—Gloria Swanson solo se entregará a la policía si dirige su gran escena Cecil B. DeMille—, lo haría Preston Sturges en Los viajes de Sullivan — o cómo un director que pretende hacer cine social descubre en carne propia que no hay nada más revolucionario que la comedia—, lo haría Luchino Visconti en Bellissima — Anna Magnani se empeña en salir de la miseria convirtiendo a su hija en una estrella infantil en Cinecittà—, Fellini en Ocho y medio —los fantasmas del creador perdido en el abismo de su propio vació creativo— o Truffaut en La noche americana —el rodaje de una película como pequeño cosmos autónomo—. Pero la pista de esta realidad aumentada cuya senda enriquece ahora la mirada de Terán nos lleva hasta los primeros pasos del séptimo arte, cuando los realizadores obligados a crear un nuevo lenguaje, el cinematográfico, entendieron que la metanarración creaba un juego directo con el espectador que proporcionaba un valor añadido a sus obras. Es difícil leer como casualidad, no digamos ya como mera anécdota, que tres de los cineastas que mayor interés —y más bulliciosos debates— despertaron entre los vanguardistas de entreguerras optaran por este juego de muñecas rusas que iban abriéndose ante los espectadores y creando así una superposición de planos de lectura: lo haría Charles Chaplin en Charlot, tramoyista de cine, como lo harían Harold Lloyd en Cinemaníao Buster Keaton en El moderno Sherlock Holmes y El cameraman. La intuición ya se había asomado a Hollywood en aquellos primeros tiempos. En 1917 Chaplin abandona la Mutual para construir su propio estudio al amparo de First National. Nadie esperaba que su primera producción no contara con la garantía de dar vida ante las cámaras nuevamente a Charlot, el mundialmente célebre vagabundo del bigotito y el bombín, pero sin embargo optó por un corto titulado How To Make Movies, cómo se hacen las películas, léase, un pionerísimo making of. Chaplin había inferido acertadamente que, lejos de destruir la ensoñación que creaban sus producciones, el andamiaje con el que había levantado sus fantasías no hacía sino engrandecerlas en el imaginario de su público. El camino resultó tan enriquecedor que otro de los creadores del lenguaje cinematográfico, Cecil B. De Mille, siguió transitándolo durante décadas: todavía en 1956 el realizador aparecía ante las cámaras en el tráiler de su gran espectáculo bíblico, Los diez mandamientos, rodeado de reproducciones artísticas y viejos volúmenes mientras explicaba a los espectadores las fuentes que había empleado para localizar en Egipto los escenarios reales por los que había transcurrido la peregrinación del pueblo hebreo. La puerta que se había abierto de manera todavía tímida estaba abierta de par en par, y el paso de los años no haría sino facilitar las múltiples encarnaciones de estos “cómo se hizo” cada vez  más  estandarizados  como  elementos  promocionales  según  se  iban  abriendo  las múltiples ventanas de exhibición que aguardaban a las películas.

El acceso a la rebotica de la fábrica de sueños a través de estas breves piezas documentales o reportajísticas provocó un inmediato efecto didáctico. Pero su carga de profundidad radicó  en  que,  al  tiempo  que  mostraban  sus  propios  procesos  creativos,  terminaron convirtiéndose  en  un  paso  más  en  la  comprensión  de  la  obra,  reforzando  en  los espectadores  la  cinefilia  y  la  mitomanía,  y  forjando  así  la  codificación  de  un  nuevo imaginario  que  desbordaría  al  procedente  del  XIX  cuando  el  arte  pop  lo  elevara definitivamente a los altares de la iconografía. Qué duda cabe que es en esta tradición, y con vocación de servir de nuevo escalón en la construcción visual de nuestro tiempo, donde se inscribe la obra de Terán, un artista que ejerce de atento observador y testigo de una realidad, la cinematográfica, que conforma el microcosmos en el que se mueve esta última aventura pictórica.

Las  creaciones  de  Terán  se  mueven  sin  complejos  entre  dos  territorios  no  siempre colindantes que ya han ido asomando a estos apuntes, el pop y el hiperrealismo, con los que el artista dialoga incesantemente para reafirmar los iconos marcados a fuego en nuestra consciencia. Pero al mismo tiempo la situación de desequilibrio en la que sitúa sus lienzos contradice y desborda su sentido aparente, pues amplía por extenso su radio de acción al añadirles inesperadas capas compositivas y comprensivas y ofreciendo al ojo del espectador cómplice el reto de resignificarlos. La inclusión de nuevos elementos, la creación más distintiva de Terán, despliega planos inéditos que se anteponen a la mirada del observador o cierra los conjuntos en su fondo, creando un marco físico, cuando no conceptual, a unas escenas que quedan así aisladas para mutar su sentido único y cobrar nueva relevancia, haciéndolas  destilar  un  nuevo  significado,  abismándolas  a  otro  mundo  más  allá  de  la realidad visible, un mundo fantástico, onírico y surreal en sus basamentos más profundos, que a un tiempo afirma y niega la mera apariencia desplegada ante nuestros ojos. Un mundo que, a través de la repetición, termina erigiendo una sólida poética figurativa que une como con un hilo invisible las obras que conforman la serie.

Vista por primera vez en conjunto, se hace patente que la serie Making-of se afirma en su combate contra el tiempo. Porque la apuesta de Terán es firme: más allá de la brillante resolución de sus cuadros, el conjunto queda marcado por el infatigable objetivo de crear un universo pictórico y conceptual, un reto personal por el que el artista avanza como un mascarón de proa abriéndose paso ante a una época que, inmersa en tantas ocasiones   en   una   búsqueda   desesperada   de   nuevos   referentes,   parece   luchar denodadamente por borrar el camino que Terán ha elegido recorrer con decisión. Un camino donde brilla su atención por el detalle, tan volátil en una época donde las imágenes corren a una velocidad mucho mayor que las veinticuatro por segundo que marca el estándar cinematográfico. Un camino donde brilla su indiferencia ante el ensimismamiento creativo,  asumiendo  sin  ningún  temor  ese  riesgo  desechado  por  muchos  de  sus contemporáneos de hacer al espectador partícipe de la obra artística. Un camino donde brilla su apuesta por la cinefilia, tan sospechosa hoy en día para quienes se autoerigen en renovadores ideológicos. Un camino donde brilla su combate por mantener en pie una mitología —la del cine, pero también la del propio siglo XX— contra la que tantos cargan en estos tiempos de urgencia. Pero sobre todo, un camino donde brilla su respeto y su fidelidad a la dedicación minuciosa de la tradición de un trabajo, el de la pintura, que siempre ha tenido vocación artesanal y en el que Terán se inscribe sin ningún tipo de reserva.

Aguilar y Cabrerizo

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Artista Pintor

Licenciado en Bellas artes por la Universidad de Chile. Director de arte del proyecto INTACT, sus obras se han presentado en Museos y Centros de Arte e investigación de España, Francia , Canadá, Suecia, Uruguay, U.S.A , Ecuador, Chile, Italia, Portugal entre otros.

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